domingo, 16 de marzo de 2008

"El comedor solitario", de Jorge Teillier




Nada tiene de extraño hallarse con un bebedor solitario en cualquier parte del mundo. Es el hombre del viejo café del Paseo Colón, o aquél único habitante de uno de los planetas hallados por El Principito en su viaje espacial que bebía para olvidarse de la vergüenza de ser borracho, o el que se fascina mirando aparecer su doble en el lejano espejo de un bar de otro siglo, o aquel que en una ciudad extranjera se siente en su taburete personaje melancólico de una película francesa de los años 30 al estilo del entonces joven Jean Gabin.

He conocido muchos bebedores solitarios. Algunos, incluso, capaces de estar horas de pie frente al mesón, sin pretender conversar con nadie. Los conozco y creo entenderlos, porque cada bebedor solitario es un hombre que se interna en su aventura, va por su propio laberinto al final del cual no sabe qué monstruo le espera; pero no he podido comprender todavía a la especie de los “comedores solitarios” mucho menos abundante, por cierto, pero no menos existente.

La otra noche observaba a un comedor solitario junto a Antenor Guerrero, poeta que fue uno de los jurados que concedió el Premio Nacional de Literatura a Carlos Droguett. Estábamos en un restaurante del centro, a esa hora en la que según Apollinaire “hasta la más fea hace sufrir a su amante” (supongo que esa hora es las dos de la mañana). Bebíamos pausadamente un viejo vino (recuérdese: hay que beber menos y mejor) en un restaurante céntrico ya de capa caída y donde otrora se reunían tantos artistas y “artistas”, y en cuyos bosque etílicos se perdieron tantas noches, tantas voluntades, tantas vocaciones. En medio de la casi desierta sala, el comedor solitario se hacía servir un plato tras otro, los que disfrutaba con la parsimonia de un Luis XIV también –pero por obligación protocolar– comedor solitario. El suyo era un festín copioso y sazonado que hubiese hecho tener pesadillas a un vegetariano o a cualquiera persona de hígado o vesícula normales.

Era un hombre de l a multitud, un pequeño burgués cualquiera como tantos de los miles que pululan por la ciudad. Con toda seguridad un metódico burócrata, un padre de familia como cualquiera otro, que se permitía tal vez una vez al mes una venganza contra la cocina hogareña o el parvo menú de la jornada única, dándose la satisfacción de escoger lo más caro y lo más abundante de la lista del restaurante, haciéndose servir como un gerente.

Pero ya lo dije: comprendo al bebedor solitario, no al comedor solitario, y Altenor Guerrero –hombre de provincia al fin– compartía mi actitud. Recordamos que el padre de uno de nuestros coterráneos, llamado don José del Carmen Reyes, se desesperaba si en su casa a la hora de almuerzo no había algún invitado, y en tal caso se estacionaba en la puerta, para invitar al primer transeúnte que pasara, siempre ansioso de tener caras y voces nuevas en su mesa. No, nuestro comedor solitario era seguramente un egoísta que no despertaba simpatía.

Lo dejamos estudiando un nuevo plato en la lista del restaurante, con la concentración del hípico que se enfrasca en su programa, y tras conjurar –como se debe– a la sombra de los amigos muertos, en especial las de Teófilo Cid y Carlos de Rokha, partimos cada uno a su casa, para evitar ser sorprendidos, como en alguna rara ocasión sucede, con el despuntar de ‘la aurora de rosados dedos’ sobre la gran ciudad, ciudad hormigueante de sueños.
























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