viernes, 7 de marzo de 2008

"La poesía de los lares. Nueva visión de la realidad en la poesía chilena", de Jorge Teillier




Reconocemos, para empezar, que este trabajo será tal vez arbitrario para la mayoría de los escasísimos conocedores e interesados en el desarrollo de la poesía nacional. Pero nuestro objetivo no es el de hacer un inventario de poetas (inventarios a los cuales son tan adictos nuestros críticos y estudiosos armados cada uno con sus respectivos ficheros) sino de elegir entre muchos valiosos y distintos poetas a aquellos que sin ponerse de acuerdo entre si han dado una línea característica a la poesía chilena nueva de los últimos quince años, la que podríamos calificar como de “poesia de los lares”. Por esto, de antemano señalamos la omisión de varios nombres de indudable interés en cualquier ensayo sobre poesía nueva, pero situados en otros puntos del quehacer poético, y por lo tanto, alejados del sentido de este trabajo.[1]


El regreso de Anteo

Tras estas previas aclaraciones, hablamos de poetas jóvenes aún, pero que contaron con la madurez necesaria para afrontar la obra de nuestros poetas mayores -tan aplastante e incluso distorsionadora, especialmente la de Neruda entre las década del 30 a1 50- y que incluso la han asimilado e incorporado a su obra. Poetas que han tenido una visión personal del mundo natural y cultural, que tomaron conciencia de las preguntas de la época, de la perplejidad en que nos situarnos frente al mundo, y han dado sus propias respuestas, sin recurrir a otras artes que las de la palabra, sin transformar la poesía en seudo política, religión o filosofía. Y entre estos poetas destacamos principalmente a Efraín Barquero, Pablo Guíñez, Alberto Rubio, Rolando Cárdenas, Alfonso Calderón.

Un primer hecho que estableceremos es el de que los “poetas de los lares” vuelven a integrarse al paisaje, a hacer la descripción del ambiente que los rodea. Se empiezan a recuperar los sentidos, que se iban perdiendo en estos últimos años, ahogados por la hojarasca de una poesía no nacida espontáneamente, por el contacto del hombre con el mundo, sino resultante de una experiencia meramente literaria, confeccionada sobre la medida de otra poesía. Esto es importante en un país como el nuestro en donde el peso de la tierra es tan decisivo como lo fuera (y tal vez sigue siéndolo) “el peso de la noche”, en donde el hombre antes de lanzarse a los reinos de las ideas debe primero dar cuenta del mundo que lo rodea, a trueque de convertirse en un desarraigado. Mundo singular el nuestro, que hizo decir hace muchos años a Miguel Serrano que el chileno en el fondo de si mismo suele negarse a creer que pueda existir algo más allá del límite de la cordillera y del océano. Los poetas nuevos han regresado a la tierra, sacan su fuerza de ella. Y este movimiento lírico ha tocado curiosamente a los poetas de generaciones pasadas, como Teófilo Cid [2] y Braulio Arenas [3] que fueran iniciadores del movimiento surrealista en Chile, creadores de paisajes mentales, que sin embargo tomaron a la larga conciencia de la tierra y la reflejan en sus últimas obras; así Teófilo Cid escribe su ambicioso (y formalmente frustrado) Camino del Ñielol, en donde declara que quiere ver “el brocal en donde brillan las raíces”, y Braulio Arenas recorre el país y lo inventaría desde su valle natal del Elqui hasta las regiones magallánicas. Asimismo, podríamos alargar la lista con Luis Oyarzún y su Alrededor, Gonzalo Rojas en muchos poemas de Contra la muerte, Mario Ferrero en su Tatuaje marino, N. Parra que recrea una escondida veta folklórica en La cueca larga. Particularmente notable es el caso de Carlos de Rokha, el cual luego de probar con deslumbrante destreza y pirotecnia verbal las innovaciones de la poesía de vanguardia, llega hacia el fin de sus días a realizar una poesía de profundo contenido terrestre y carga nostálgica.

¿Por qué esta vuelta? No basta para explicarla, creemos, el origen provinciano de la mayoría de los poetas, que atacados de la nostalgia, el mal poético por excelencia, vuelven a la infancia y a la provincia, sino algo más, un rechazo a veces inconsciente a las ciudades, estas megápolis que desalojan el mundo natural y van aislando al hombre del seno de su verdadero mundo. En la ciudad el yo está pulverizado y perdido como dice Gottfried Benn, que sueña -intelectual fatigado- a volver a ser “el antepasado de sus antepasados, una masa de musgo en un tibio pantano”. Sin embargo, no se crea que los poetas que trataremos vuelven a escribir una poesía descriptiva y detallista y a realizar una mera enumeración naturalista que conduciría a una especie de criollismo poético, etapa quizás necesaria, pero superada tanto en nuestra poesía como en nuestra narrativa. Si el poeta toma formas populares (cueca o tonada), a su vez las enriquece, como suele hacerlo Alberto Rubio. Pero más, ya en 1956 señalamos (al publicar Para ángeles y gorriones) que es necesario acudir a un “realismo secreto”, pues es sabido que el mundo exterior contiene pocas enseñanzas, a no ser que se le mire como un depósito de significados y símbolos ocultos. Es preciso interpretar y entrar profundamente en el significado de las costumbres y ritos nuestros, que se han ido transmitiendo de generación en generación, y en este sentido, es notable en muchos pasajes la obra de Barquero Enjambre (1957), y luego su El regreso (1962), en donde en un solo aliento se detalla la muerte y entierro del padre, como cosecha y reparto de un fruto, como cena de los hijos. Asimismo, operan en este sentido (ligados a la vez a los ancestros de la Patagonia) muchos poemas de Rolando Cárdenas en El invierno de la provincia. El poeta no se siente solo, sino siempre rodeado de un mundo físico al cual pertenece y que le pertenece, y de antepasados que lo acompañan en su tránsito terrestre, así como se sabe que uno acompañará en venideros tránsitos a sus descendientes. Poesía genealógica, en el buen sentido de la palabra. Y los antepasados y los parientes aparecen en esta poesía naturalmente no en su condición de mero parentesco, sino elevados a la categoría de figuras míticas, transfigurados en ángeles guardianes.


Cultura y tradición

Al revés de lo que comúnmente se cree, pensamos que la poesía -al igual que la revolución- aspira al orden. Enfrentado al caos el poeta rehace el mundo, entrega luego un nuevo mundo cerrado al cual invita a habitar: el poema. Y tiene conciencia de que su poesía no es sólo un fruto espontáneo, sino cultivado con un conocimiento de su oficio y del orden cultural que le rodea. No en balde enunciaba Louis Aragon: “El principal enemigo del canto es la ignorancia”.

A la improvisación, celebrada en demasía entre nosotros, a la indiferencia incluso por la poesía de otras latitudes, al localismo cultural, sucede entre la mayoría de los poetas una actitud de responsabilidad y estudio de su Mester. Podremos ilustrar nuestro aserto con una reciente declaración de Galvarino Plaza frente a su colección de poemas: Traducción libre sobre el origen y la lluvia[4]: “Cada día creo menos en la poesía fruto de la pura sensibilidad ciega, que se genera como los hongos o las lentejas. Es importante, en este orden, la conciencia de los valores que nos son propios: acervo cultural superpuesto a caracteres étnicos...”

Así sucede entonces que en la nueva poesía se halle correspondencia (más que influencia, sin temer en absoluto a este término) con voces desacostumbradas en el desarrollo, de la poesía nacional, pues los poetas buscan desarrollar su propia voz a través de afinidades con creadores; así en estos últimos años es notorio el aporte no ya de las influencias de nuestros poetas como son Vicente Huidobro, Neruda o Pablo de Rokha, sino de las de Prévert, Rilke, Dylan Thomas, Mary Webb (cuya relación con la obra de Efraín Barquero aún no ha sido señalada) entre los de otras lenguas, y la de César Vallejo y López Velarde, entre los de nuestra lengua, además de la revalorización de poetas tan valiosos como Rosamel del Valle y Omar Cáceres, entre otros.


El poeta, hermano de las cosas: hacia una poesía de la comunicación

Nueva particularidad de esta nueva poesía es la de que los poetas ya no se sitúan como centro del universo, con el yo desorbitado y romántico al estilo de Huidobro (“hablo con una voz venida del principio de los siglos”), Neruda o Pablo de Rokha, sino que son observadores, cronistas, transeúntes, simples hermanos de los seres y de las cosas. Los habitantes más lúcidos, tal vez, pero en todo caso, habitantes más de la tierra. Y quizás consecuencia de esta actitud es la de que el lenguaje poético no se diferencia fundamentalmente ya del de la vida cotidiana: no se buscan palabras brillantes y efectistas, se emplean frases y giros corrientes, sin desdeñar por esto las experiencias de renovación verbal en las cuales suele ser un maestro Alberto Rubio. No se desdeña el lugar común, pero el lugar común ya ennoblecido por el uso, como los guijarros transformados por los ríos en claros homenajes al paso del tiempo. La palabra salvada del prosaísmo es irremplazable y no funciona, por supuesto, sólo en un sentido descriptivo. No se hacen imágenes por la imagen, sino que surgen del contexto del poema, que en cuanto a su estructura vuelve a moldes más tradicionales que los predominantes hasta los últimos años: los poemas están construidos desde un centro emotivo o verbal. Incluso Alberto Rubio esconde brillantes innovaciones tras la máscara de la rima y del ritmo. También a la estrofa regular se ciñen regularmente Pablo Guíñez y Alfonso Calderón. Barquero usa preferentemente el verso libre de gran aliento, incluso el versículo a la manera rilkeana de Canción de vida y muerte del corneta Cristóbal Rilke, en su poema fúnebre a su padre, “El regreso”. Quién sabe si esta forma y este lenguaje puedan cumplir en alguna medida el milagro de acercar al poeta a los lectores, no digamos al gran público, aislado obviamente de la poesía no sólo por ciertas condiciones intrínsecas de ella, sino también por la presión de la publicidad que lo desvía hacia otras expresiones, y de las casas editoriales que la han abandonado en el desván de los malos negocios, en forma superficial, pues de paso recordaremos que ninguna novela chilena se ha acercado ni remotísimamente en tiraje a los Veinte poemas de amor, para no dar sino un ejemplo.

Pues la poesía que tratamos es, sin desdeñar los aportes de la poesía de vanguardia -incluido el surrealismo- predominantemente una poesía de comunicación, en contraste con la poesía que durante varios años imperó en nuestro país, en la cual al amparo de grandes palabras que pretendían confundirse con el tono mayor, el acarreo de irrisorios monstruos verbales de cartón piedra, o discursos de cementerio dichos en la oscuridad, se ocultaba una descarada vacuidad que confundía al público. Si la poesía, por naturaleza, constituye una “sociedad secreta” (al decir de Miguel Arteche), no es menos cierto que su misión es la de -sin ceder en lenguaje y visión- incorporar a ella todo hombre que se le acerque.


Nostalgia de la Edad de Oro

Frente al caos de la existencia social y ciudadana los poetas de los lares (sin ponerse de acuerdo entre ellos) pretenden afirmarse en un mundo bien hecho, sobre todo en el del mundo del orden inmemorial de las aldeas y de los campos, en donde siempre se produce la misma segura rotación de siembras y cosechas, de sepultación y resurrección, tan similares a la gestación de los dioses (recordemos a Dionisos) y de los poemas. Por omisión, se repudia entonces el mundo mecanizado y standardizado del presente, en donde el hombre medio sólo aspira a las pequeñas metas del confort como el auto, la televisión en donde el habitante de nuestros países pierde su individualidad gracias al lavado mental de la propaganda y deslumbramiento impuestos por el ejemplo y la propaganda de formas foráneas de vida (esas formas que causan millones de neurosis en nuestro “Gran Vecino del Norte”); en donde el burócrata “técnico en planeamiento” o locutor de radio, o político de maquinaciones en oscuros pasillos, ha desplazado de la conducción de los pueblos al héroe; en donde la ciencia al servicio de intereses económicos amenaza con llevarnos a una destrucción atómica final. “Progresamos. ¿Por qué no retroceder?”, como decía Rimbaud ya en 1873. 0 como indicaba proféticamente Rilke [5]: “Para nuestros abuelos, una torre familiar, una morada, una fuente hasta su propia vestimenta, su manto, eran aún infinitamente, infinitamente más familiares; cada cosa era un arca en la cual hallaban lo humano y agregaban su ahorro de humano. He aquí que hacia nosotros se precipitan, llegadas de América; cosas vacías, indiferentes, apariencias de cosas, trampas de vida... Una morada en la acepción americana, una manzana americana, o una viña americana nada de común tienen con la morada, el fruto, el racimo en los cuales habían penetrado la esperanza y meditación de nuestros abuelos... Las cosas dotadas de vida, las cosas vividas, las cosas admitidas en nuestra confianza, están en su declinación y ya no pueden ser reemplazadas. Somos tal vez los últimos que conocieron tales cosas. Sobre nosotros descansa la responsabilidad de conservar no solamente su recuerdo (lo que sería poco y de no fiar), sino su valor humano y lárico”. El poeta, entonces, como el artesano, debería conservar las cosas reales, en vías de extinción, frente a esta invasión de las irreales que nos son impuestas en serie.

De ahí entonces que Efraín Barquero escriba un libro llamado Los oficios en donde inventaría y canta los trabajos artesanales (así opera asimismo Rolando Cárdenas en Personajes de mi ciudad). Poesía social de contenido profundo y no de fácil consigna, en la que el poeta mismo toma el lugar del trabajador, al que canta con amor y conocimiento.

De ahí también la nostalgia de los “poetas de los lares”, su búsqueda del reencuentro con una edad de oro, que no se debe confundir sólo con la de la infancia, sino con la del paraíso perdido que alguna vez estuvo sobre la tierra (y en este sentido, la nueva poesía chilena actúa sobre el campo de un Dylan Thomas, de Serguéi Esenin, Gerard de Nerval, Milosz y otros). Los poetas ya no se deleitan con la velocidad y el amor al futuro, incluso no les preocupa demasiado la posibilidad de los viajes espaciales, ni el progreso de la ciencia que, lo hemos visto, puede llevar finalmente al exterminio. En este sentido, es bien definida cierta parte de la poesía de Alfonso Calderón, que busca ensoñaciones y fantasmagorías del “país sin nombre” de la infancia, como refugio contra el presente.

Así, los poetas actuales persiguen una Edad de Oro de la cual se tiene un recuerdo colectivo inconsciente, buscan los verdaderos alimentos terrestres, restablecer “la antigua conexión con el dínamo de las estrellas”.


El poeta, habitante del mundo

Sin embargo, esta apertura hacia otro plano de la realidad, no indica una falta de receptividad frente al mundo en que se vive, un cerrarse a sus experiencias. (Pues el mundo es “sagrado” como señala Gabriel Carvajal en su hermoso libro Los nombres de nadie: “Sagrado el golpe del hombre que parte el cielo, raja la madera...”). Con optimismo vemos que existen poetas que no comparten la angustia y la extrañeza frente al mundo de la mayoría de nuestros contemporáneos, sino que se ubican en la tierra como en la casa paterna y al mundo incomunicado e incomunicable de los maníacos de las teorías, de los devoradores de “papel cansado”, de los lumpen-poetas y de los lumpen-críticos, responden afirmando las más humildes realidades con las palabras más humildes, ganadas a través de largas vigilias y experiencias, y piden, con un sentido casi religioso, ser escuchados por sus semejantes, pues la libertad interior que gana el poeta en la creación debe hacerlo trascender por sobre su condición histórica de criatura alienada y hermanarlo en un solo haz con los poetas de cualquier época. Transformar la vida cotidiana del prójimo gracias a una poesía que muestre el rostro verdadero de la realidad: he ahí la tarea. Y no importa que sea incomprendida, escuchada entretanto sólo por unos pocos, porque a la negación siempre un poeta responde con el “si universal”. Y porque siempre está vigente la consolación de un viejo alquimista a uno de sus discípulos: “No importa cuan alejado estés y cuan solitario te sientas; si realizas tu trabajo a conciencia y verdaderamente, amigos desconocidos te buscarán y llegarán a ti”[6]. Pues para estos “amigos desconocidos” es para quienes, en último término, escriben los poetas y para quienes (también en último término) han sido escritas estas líneas.




ANTOLOGIA [7]


Efrain Barquero. Nació en Teno, 1931. En 1954 aparece su primer libro, La Piedra del Pueblo, con prólogo de Pablo Neruda, poesía torrencial, de índole social. En 1956, La Compañera, cantos al buen amor conyugal. Su personalidad se define ya en Enjambre (1957) y luego en El Pan del Hombre (1960) y El Regreso (1961). Como un paréntesis está Maula, libro de humor y de picardia popular, y luego, recientemente, sus Poemas Infantiles (Zig-Zag, 1969) que parecen un paréntesis dentro de su producción.



El Regreso
Fragmento

Padre, no pensé que un día al sentarnos a la mesa estarías
            tu extendido,como la más copiosa de las cenas.
Y serías tu mismo el dispensador de tu tierra más oscura.
No pensé que al reunirnos una última vez, tu crecerías de
            ti mismo más arriba que nosotros.
Y estarías sentado en el silencio de los frutos.
Como lentos y cansados sembradores, en la gran mesa de
            la tierra todos somosa la vez comensales y extraños
            frutos de los dioses.
Parecemos comer, y que alguien nos devora.
Parecemos coger algo en nuestras manos, y es la boca de
            la tierra que se abre ante nosotros.
Habría que pensar en las semillas, en sus granos
            petrificados y secretos.
Habría que pensar en el instante de precipitarlas.



El Afilador

Veréis un tronco viejo
una rueda partida.
Una piedra del mundo
con la cara vacía.

Veréis sólo mi banco
la luz del cielo fría:
me seguirán los niños
como a un ave caída.
Veréis un árbol seco
veréis la piedra encima,
la rueda de madera
polvorienta y perdida.
Veréis que yo he pasado
con mi pobre angarilla,
veréis sólo el acero
vencedor de los días.

(de Los Oficios, 1962)





Alfonso Calderón: Nació en San Fernando, 1930. Sus años de infancia y adolescencia pasaron en Temuco y Los Angeles. Publicó en 1949 Primer consejo a los arcángeles del viento, libro de inmadurez, con evidente influencia de poetas españoles contemporáneos. Su dicción se afina en El país jubiloso" (título sacado de un verso de Dylan Thomas), 1958; en La tempestad (1961) y Los cielos interiores, 1962. Su obra inédita ha obtenido primeros premios en numerosos concursos. Es miembro del Instituto de Literatura Chilena.



La cueca final

¿Quién tañe, ahora, aquella cueca, si hemos muerto?
Juegan los ángeles chilenos pasándose los tejos
y suena la espuela solitaria. Usan siempre golillas
los aldeanos, al calor de una fogata mortecina.

¿Y nunca más verá ponerse traje de cola a alguna
niña, tras lluviosos feriados escolares? El pitío
enmudece en algún cerco y hace el signo de la secta
misteriosa. El damasco se acicala o canta una tonada.
En trajines del otoño, glorias puras asedian
a la mañana apetitosa y a la lúcuma febril.
Silvestres y sonoros los ríos nos despiertan
mientras ciñe el viento una túnica lineal.
El aire pule las piedras a puro escalofrío.
¡Juro, entonces, o prometo, por las yemas
mismas de tus dedos, preservarte de todo fuego,
guardarte los anillos o quitar de tu alma

el pecado original, que nos descubre a todos!.
Pone la muerte pies en polvorosa: besemos nuevamente
las pestañas de alguna niña antigua. La alegría
procede del agua que separa al fuego lastimable

de la ceniza. Maduras las grosellas reintegran
el perfume de tus manos. Doy al viento su cruz
de caballero. Formulo, para siempre, una promesa.
Y en la cueca rompe el bordón aquella risa niña.

(Inédito, 1964)




Rolando Cárdenas. Oriundo de Punta Arenas, 1932. Ha publicado Tránsito Breve, 1959 (editado por la FECH); En el invierno de la provincia (Premio Alerce de la Sociedad de Escritores, 1963) y Personajes de la ciudad con grabados de Guillermo Deisler, Ed Mimbre, 1964. Lo más logrado y personal de su obra (que se singulariza por su cordialidad y emoción) está en su segundo libro, en donde resucita los mitos de su tierra natal, su historia, su desolado paisaje, en donde el viento y la nieve son los personajes junto a la sombra de corsarios y loberos, y de errantes indios condenados a la extinción.



Fueguinos

Los primeros hombres fueron hechos de arcilla oscura
por un antepasado que residía en el cielo.
Siempre vivían alejándose
entre islotes rocosos
más allá del Cabo Forward
o por las últimas orillas del Beagle
donde las estaciones se parecen.
Conocían el viento helado que soplaba desde el océano
cuando se agitaban las ramas de los arbustos.
Esperaban que los primeros guanacos
bajaran a las playas huyendo de la nieve
para proveerse de su piel todo el invierno.

De un roble hueco nacían las canoas,
mientras las mujeres
buscaban huevos de pájaros en la primavera,
“porque en otra época los árboles no quieren”.

Allí comienza la historia de algún bosque
y la tupida cortina de la lluvia
hace pensar que lloverá para siempre.
Subían pequeñas columnas de humo
desde las silenciosas tolderías.
Ellos sabían abrigarse
haciendo arder leños enteros.
Permanecían a su lado como si tuvieran sueño,
porque era hermoso ver arder un árbol inmenso,
retorciéndose, rojo, en medio de viento y de la noche.

Nunca supieron de la muerte,
porque recobraban el tiempo en el secreto del agua.

Pero vivían alejándose del norte
dentro de un roble hueco.

Ahora son los ríos y los montes,
las estrellas rojas que atraviesan la noche.


(de En el invierno de la provincia, 1962)




Carlos de Rokha. Valparaíso 1920, Santiago 1962. Uno de los pocos casos de nuestra historia literaria de alguien que pasó sus días sin distinguir diferencias entre vida práctica y poética, entre realidad y sueño, hasta que el ángel de los poetas se cansó de tirarle las orejas y le retiró su protección. En sus últimos años derivó desde sus poemas de deslumbrante imaginería, pero desprovistos de tensión emocional, a una poesía de ácido testimonio interior que iluminaba premonitoriamente, como linterna agitada entre sombras, su paso próximo hacia la muerte. Su nombre no puede faltar en este testimonio de una generación que lo tuvo también entre los suyos.



El Viajero Inmolado

Yo era el viajero que volvía de un largo sueño
            como de un sostenido olvido
Pero cansado de la tierra y hastiado ya del cielo
Encontré, sin embargo, la casa de los viejos lares,
A mi paso sonaban laúdes de otra edad
Sólo fantasmas parecían los antiguos huéspedes
Ni una huella en el polvo, ni una flor de gracia leve en
            las raíces, nada, nada.
Comprendí que volvía al tiempo de los muertos
Acaso yo mismo era un cadáver lejano
Dejaba atrás mi rostro, venía sin ojos y no traía piel
            para el encuentro.
Mi padre era una sombra,
Pero el vino y el pan
Estaban como antes sobre blancos manteles
¿Quién me aguardaba? Acaso nadie, nadie.
Sólo molinos de sombra se movían en la sombra.
Sólo el esqueleto sin mortaja de aquel perro con que jugué
            en la infancia descansaba en el huerto
            todavía húmedo de mi casa.
Sólo un sendero perdido me llevaba hasta el encuentro
            de la fuente de plata.
Sólo el recuerdo de mi madre
Se agitaba como un extraño viento junto al muro,
Un viento helado, frío y yerto.
Después los viejos criados de la casa
Repartieron la ofrenda del pan y de los vinos.
Debía seguir mi ruta
Hacia un tiempo aún más desconocido que el de ahora
0 hacia una isla encontrada y perdida en la infancia
Como entonces la vivía conjurada en mi alma
Vieja llave que nunca abriría ninguna puerta.

(Aparecida en Orfeo No 2, nov. 1964)





Pablo Guíñez. Nació en 1929 en Lumaco, lugar de la Frontera que desde Pedro de Oña, Neruda y Juvencio Valle ha dada tantos poetas a la lírica nacional. Su primer libro fue Miraje solitario (1952). Luego, 8 Poemas para una ventana (1958). Mantiene inédito -entre otros- un extenso libro, Este canto de amor, terminado en 1961, cuando fue miembro del Taller de Escritores de la Universidad de Concepción. Como tantos poetas, aún no halla editor.



Poética

El poema es un árbol
que al girarlo
se le cae la música.
En el poema crece la palabra.
Y la palabra canta, como un pájaro,
afirmada en el arco primitivo
que desnuda la sangre.


(de Miraje solitario)



Abuelo

Padre de nuestra sangre, mi abuelo silencioso,
don Juan Nepomuceno, Dios lo tenga en su reino.
Y sea azul su capa de campesino dulce,
y su caballo limpio de males de la tierra.
Que su voz guíe el agua como al viento en el cielo
y cuide en la mañana, del rocío y los pájaros.
Que sus manos de polvo sobre el ganado caigan
suaves como una sombra de laurel por sus ancas.

Que por sus ojos baje a la hornilla caliente
un haz de árboles claros para alumbrar la puerta.
Y levanten su espiga las raíces que el agua
sostiene en la humedad de su corazón virgen.

Su soledad de tierra. Su silencio de tierra.
Sus venas hechas polvo y su sangre muerta,
nos afirman como un árbol suyo. Y dormido recoge
su corazón la lluvia que florece en la piedra.


(de 8 Poemas para una ventana)



Se desprenden los muros

Se desprenden los muros, cuando limpias la casa.
La luz converge en ella.
La mesa se desborda.
Y el mantel, así eterno, como un estanque lleno
de peces, nos avisa que el cielo está en tus manos.


(de Este canto de amor. Inédito)





Floridor Pérez. Nació en Yates (Chile austral), 1938. Profesor rural, al igual que Pablo Guíñez. Publicó recién su primer libro Para saber y cantar (1965) en donde con sencillez y claridad habla sobre su gente y su comarca, iluminándola a veces con revelaciones de mágica prestancia.



Donde crecimos

No hemos vuelto a la casa en que crecimos.
Ella pensaba que pronto regresaríamos
como días de lluvia
pero no la volvimos a ver
como a la primera niña que amamos.
El viento hojea el libro en que aprendimos a leer.
Volvamos al cuarto en que la madre remendaba
y hallemos la aguja y el dedal de la gallina ciega,
y en el baúl de los abuelos aquellas botas de montar
que creímos únicamente hechas para retratarse
            en las plazas de provincia.

La lluvia vuela como todas las bandadas.
La única
calle de la aldea
llega a todas partes
saltando puentes de madera: pasa
frente al Correo, la Escuela, el Retén, el Boliche;
va a la Iglesia los domingos
y el día que partimos
fue con sus dos veredas a la estación del pueblo.


(de Para saber y cantar)





Alberto Rubio. Nació en 1928. En 1952 publica su libro La greda vasija, que causó un fuerte impacto en nuestra poesía. Pese a que escribe regularmente, sólo entregó en 1962 un pequeño conjunto de poemas, en edición limitada de cien ejemplares (Taller 99).



Tierra

Te van reconociendo, amándote tendida,
si a tropezones te hallo, mis besos compañeros.
Abrupta tierra, antigua, mía, reconocida,
si doy pasos en falso serán los verdaderos.

Si por quererte tanto me cayera seguido
tropezando tus brazos, perdóname, mi tierra;
es que hace tanto tiempo que te cargo al olvido,
que mi hueso cayéndose con tu hueso se emperra.

Más con besos burlados tu cuerpo se me pierde,
porque tú lo falseas, abrupta tierra, antigua,
hundido de sorpresas, con una hierba verde,
con hierba verdadera que nos anda contigua.

Fieles ansiosamente, reconocidos bríos
hacia ti desembocan, tropezando tus besos.
Serán tuyas verdades tus falseamientos míos,
tus besos tropezones, mis abruptos tropiezos.


(de La greda vasija, 1952)



Invierno

Los ángeles de lluvia hacen la lluvia.
elevan la guitarra con sus cuerdas de lluvia,
y lanzan la tonada seminal del invierno.
Una cueca de pájaros se cierne inversamente.
Son pañuelos las nubes que cubre todo el cielo.
Allí arriba los ángeles chilenos bailan cueca,
sordamente extendidos, zarandeando los cielos.
Los árboles se embriagan, sin hojas musicales,
de un vino lleno de hojas allá en su savia adentro.
De raíz en raíz van creciendo, creciendo.
Y bailan una cueca primavera los árboles.


(de La greda vasija, 1952)





NOTAS

[1] Entre estos poetas -materia de otro estudio- por el momento sólo queremos destacar a Miguel Arteche (nació en Imperial 1926) de nutrida y variada obra que culmina con su intenso Destierros y tinieblas (1963) y al epigramático y humorista Armando Uribe Arce (1933), además Iúcido ensayista y divulgador de la poesía de Pound, Montale y T.S. Eliot, entre otros.

[2] Teófilo Cid (Temuco, 1914, Santiago, 1964) publicó Bouldroud (1942), Niños en el río (1953), Camino del Ñielol (1954), y Nostálgicas mansiones (1962).

[3] De Braulio Arenas. (Nació en 1913), ver, La casa fantasma (1962), Ancud, Castro y Achao (1963) y En el confín del alma (1963).

[4] Publicado en los Anales de la Universidad de Chile, 1964. Galvarino Plaza (nació en 1931), ha publicado: Se camina por las calles, se saluda (1956) y Algunas cosas (1962).


[5] En carta a Witold von Hulewitz, 13 de noviembre de 1925, al finalizar sus Elegias del Duino.

[6] Citado por Jung en carta a Miguel Serrano, 14 de septiembre de 1960. (Ver El circulo hermético, por Miguel Serrano, Zig-Zag, 1965).

[7] Una antología más completa incluiría -por el momento- Ios nombres de Rubén Campos Aragón, Eduardo Embry, León Ocqueteaux, Ruperto Salcedo ( véase algunos poemas de Imágenes del Hombre), J. Quezada, Gustavo Adolfo Cáceres, Angel Custodio González (en “Crónica”), Sergio Hernández, Edmundo Herrera (en La casa del hombre) Iván Teillier, Luis Rivano.







Publicado en el Boletin de la Universidad de Chile, Nº 56 - mayo de 1965, pp. 48-62.








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